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Sylva II
Defensa de la fantasía
Texto de la videoconferencia ofrecida para la Sociedad Argentina de Escritores (sección Moreno) el 15 de octubre de 2020, dentro del ciclo De la condena a la ética de la fantasía. Apología de la capacidad de fabular.

Dos maneras de dibujar un mapa

En la sesión anterior intenté trazar un breve recorrido desde nuestro presente hasta las raíces de un prejuicio: aquel que desprecia la fantasía como algo poco serio y hasta nocivo. Nada significativo habré logrado con ello, sin embargo, si no defiendo con razones lo mejor fundadas que sepa por qué creo que tal prejuicio es injustificado. Tengo en mente en todo momento el concepto de fantasía de Bruno Munari, quien, como ya recordé en la sesión anterior, la define como la capacidad más libre que tenemos los humanos para pensar cualquier cosa, por increíble, absurda o imposible que nos parezca. Tan libre que nos permite pensarlo, decía Munari, ignorando que lo pensado pueda realizarse alguna vez o funcione. El propio artista italiano ofrece en su estudio un buen catálogo de ideas encarriladas a que los diversos aspectos que se ponen en juego en la fantasía puedan llevarse a término. Resulta evidente, por lo demás, que lo pensado por la fantasía a veces llega a realizarse y funciona. Esa posibilidad también se da en ello. Y de algún caso en que se ha visto cumplida esa expectativa me ocuparé enseguida.

Vamos con el primero. En 1881, además de no haber escrito aún un solo libro, Robert Louis Stevenson tenía 31 años, una familia adinerada que lo mantenía de mala gana, un intento poco exitoso a sus espaldas de ejercer la abogacía y, sobre todo, una muy mala salud. A causa de esto último, su médico le había recomendado pasar el verano en las High Lands escocesas, lejos del humo tóxico de la industrial Edimburgo. Fue así, en busca de aire saludable para sus pulmones, como alquiló una casa en la pequeña localidad de Braemar, donde se instaló junto a su mujer, Fanny Van de Grift, y su hijo de trece años, Samuel Lloyd Osbourne. No tuvo mucha suerte en su intento de respirar aire puro, pues años más tarde él mismo recordaría cómo aquel agosto resultó ser «más lluvioso que un marzo». Dado que la familia se aburría encerrada en casa, el joven Samuel y su padrastro dieron en entretenerse dibujando. No sabemos cuál de los dos fue el primero en trazar el mapa de una isla, pero sí que, dos años después, en 1883, publicaría la historia de cómo salía de ella el taimado John Silver con su parte del tesoro, mientras Jim Hawkins le deseaba que la aprovechase para disfrutar de todas las comodidades de esta vida, ya que eran «muy escasas sus probabilidades de gozar de comodidad en el otro mundo». Así fue, en definitiva, como nació La isla del tesoro. En riguroso orden, la isla primero había sido dibujada; después, llevada a la realidad de la literatura; y hoy vive en el imaginario de millones de lectores.

El segundo caso nos sitúa en 1936. Rayner, un niño londinés de diez años, recibe de su padre, llamado Stanley y de oficio editor, un manuscrito redactado a máquina para que emita dictamen sobre él. El informe final del niño dice lo siguiente: «This book, with the help of maps, does not need any illustrations it is good and should appeal to all children between the ages of 5 and 9» (Hammond & Scull, 2011: 7). Se trataba de Rayner Unwin, hijo del editor Stanley Unwin, de la casa Allen & Unwin, y el libro sobre el cual acababa de dar su visto bueno era obra de un profesor de literatura inglesa de la Universidad de Oxford, veterano de la Primera Guerra Mundial, para más señas: se trataba, en suma, de El Hobbit, de un tal John Ronald Reuel Tolkien. Por cierto que, si conectamos esto con lo expuesto en la primera sesión de esta serie de conferencias, no deja de resultar curioso que la mirada infantil demande mapas, esto es, demande concreción. Hay una imagen ahí sobre la que empezar a imaginar, en el sentido de hacer visible lo pensado por la fantasía, que diría Munari, pero Tolkien, aunque realizó él mismo ilustraciones para su libro, algunas de las cuales vieron la luz, no empezó, como sí hiciera Stevenson, a pensar su historia a partir de ellas. ¿Cómo lo hizo, entonces?

La historia es bien conocida. En una calurosa tarde de verano, algo antes de esa fecha, Tolkien se encontraba corrigiendo exámenes sobre literatura inglesa. Uno de los estudiantes –cuenta él mismo– «dejó piadosamente una hoja en blanco (lo mejor que puede esperar el que corrige), y en ella escribí: “En un agujero en el suelo vivía un hobbit”. Los nombres siempre generan algo en mi mente. Pensé más tarde que haría bien en descubrir cómo eran los hobbits» (Anderson, 2006: 7). A partir de ahí, el surgimiento de la expectativa: por una parte, algo ha sido pensado (¿podrá realizarse o no?, ¿tendrá alguna finalidad práctica todo esto, algún sentido?); por otra, algo se está liberando (¿y ahora qué?, ¿hay que materializar lo pensado?). Así es como empieza todo.

La concepción de la fantasía como algo alejado o distorsionador de la realidad merece ser revisada, en tanto la fantasía, más que estar al margen de la realidad, ayuda a dar realidad a lo que se piensa. En los dos casos mencionados puede apreciarse esto sin demasiadas dificultades: Stevenson tiene una imagen y a partir de ella construye un relato; Tolkien tiene una intuición que convertirá en relato no solo escribiéndola, sino también ilustrándola. Si observamos su método de trabajo (o, más bien, su manera de proceder, dado que Tolkien es todo menos un escritor metódico), nos daremos cuenta de que la Tierra Media fue adquiriendo realidad a medida que su autor iba acompasando sus ideas con ilustraciones. Casi podemos ver cómo su vasto universo va creciendo a medida que se acumulan los bocetos, mapas y demás detalles gráficos en los numerosos documentos de trabajo que, por fortuna, hemos conservado (Hammond & Scull, 2015). Eso, claro, no es precisamente indicio de que nuestro autor proceda de un modo gratuito o haciendo una concesión romántica a la inspiración. Muy al contrario, lo es de un procedimiento de lo más evidente: la fantasía moviliza capacidades, destrezas, formas diversas de materializar sus productos. En época de Tolkien, educado al fin y al cabo en la tradición de los cuentos de hadas, aprender a dibujar todavía era un signo reconocible de una educación utilitarista, una forma práctica de conformar y fijar la experiencia. En su obra, esta impronta de su educación se aprecia. De modo que sostengo, como primer punto de defensa de la fantasía, lo siguiente: la fantasía no es algo externo que nos aparte de la realidad, sino algo que genera realidad, que la produce. Y al hacerlo no procede forzosamente por alejamiento, sino apoyándose en lo concreto, en lo real, con la intención de después liberarlo. Digámoslo de un modo más sencillo: si Tolkien tenía la intuición de un ser llamado hobbit que vivía en un agujero en el suelo, la tenía porque podía establecer una serie de asociaciones en su mente que le permitirían, a través de la imaginación, dibujar el agujero y dibujar lo impensado hasta el momento mismo en que se le ocurre a él. Por supuesto, esas asociaciones pueden parecernos extrañas, imprevisibles y azarosas. La literatura procede así con frecuencia, a través de mecanismos de desautomatización, como sostenían los formalistas rusos. Pero en ningún caso son asociaciones que dejen de apoyarse en elementos concretos. En la tradición de los cuentos de hadas, algunos duendecillos benévolos se llaman hobs, mientras que los conejos (rabbits) viven en madrigueras. De lo escuchado, leído, visto y hasta dibujado surge un nuevo producto de la fantasía, el hobbit, al que pronto Tolkien le conferirá una realidad asombrosamente nítida (el prefacio «De los hobbits» de El Señor de los Anillos es paradigmático en ese sentido). Me parecería injusto juzgar esto como una forma de distorsión de la realidad. La fantasía, en este caso, amplifica la realidad y le confiere numerosos recovecos, enriqueciéndola con nuevos elementos.

De cómo un anillo se convirtió en la bomba atómica

Como ya les he presentado a algunos personajes de esta historia, me permito continuar con ellos. Tolkien no perdería nunca la costumbre de fiarse del criterio de Rayner Unwin en los años sucesivos a la publicación de El Hobbit, como demuestra que, a comienzos de julio de 1947, mientras se encontraba todavía inmerso en la redacción de El Señor de los Anillos, le enviase una copia mecanografiada del Libro I. Por entonces, Rayner era un joven de 22 años que le remitió de vuelta un informe donde decía lo siguiente: «La lucha entre la oscuridad y la luz (a veces uno sospecha que la historia se vuelve pura alegoría) es macabra y mucho más intensa que la del “Hobbit”» (Tolkien, 1993). Ahí salía ya una palabra, alegoría, ante la que Tolkien siempre tendió a ponerse en guardia. A finales de mes, el 31 de julio de 1957, este escribía a Stanley Unwin, en un tono cercano a la queja, que «la única alegoría perfectamente coherente es la vida real» (1993). No serían esas las únicas vicisitudes editoriales, por lo demás.

El Señor de los Anillos se publicó en tres volúmenes debido a la extensión de la obra y a la carestía de papel. En 1954, La Comunidad del Anillo; en 1955, Las dos torres y El retorno del rey respectivamente. La idea de Tolkien, sin embargo, siempre había sido publicar el libro en un solo volumen, añadiendo, además, El Silmarilion. Es evidente que la empresa hubiera resultado demasiado costosa para cualquier editor. Pese a que, tras el éxito cosechado por El Hobbit, la composición de su obra magna le había sido encargada por el propio Stanley Unwin a Tolkien, lo cierto es que ambos tuvieron su más y sus menos debido a las desmedidas pretensiones del autor. Por ello, en 1951, Tolkien se puso en contacto con Milton Waldman, de la editorial Collins, esperando dar una mejor salida a su idea (que sería finalmente rechazada también por esta casa en 1952). En su informe de lectura, parece que Waldman volvió a incidir en la percepción alegórica del libro, según leemos en la carta que Tolkien le remitió de vuelta a finales de 1951, donde le decía:

Pero una pasión mía igualmente fundamental ab initio es la que siento por el mito (¡no por la alegoría!). Y, sobre todo, por la leyenda heroica a caballo entre el cuento de hadas y la historia, de la que no hay bastante en el mundo (que me sea accesible) para mi apetito (1993).

No había duda, y además Tolkien insistía, en la misma misiva: «Me disgusta la Alegoría ––la alegoría consciente e intencional–» (1993).

Aun así, el problema se multiplicaría con la obra ya en la calle. El 17 de noviembre de 1957, el escritor le respondía lo siguiente a uno de sus lectores, Herbert Schiro, quien podemos suponer volvía a sacarle el tema:

No hay «simbolismo» alguno o alegoría consciente en mi historia. Las alegorías de la especie «cinco magos = cinco sentidos» son del todo ajenas a mi modo de pensar. Había cinco magos y eso es sencillamente parte de la historia. Preguntar si los Orcos «son» comunistas tiene para mí tanto sentido como preguntar si los comunistas son Orcos (Tolkien, 1993).

Claro está ya que a Tolkien no le agradaba demasiado que se buscasen concomitancias entre el mundo real y su obra, pero mucho menos asociadas a la vida política. Ahora bien, es en esta misma carta a su lector donde menciona un concepto que habría de ser recurrente en adelante, en el que se reconoce un intento por superar este problema:

Que no haya alegoría no quiere decir, por supuesto, que no haya aplicabilidad. Siempre la hay. Y como no he construido la lucha de manera por entero inequívoca, orgullo y [palabra ilegible] entre los Elfos, rencor y codicia en el corazón de los Enanos y locura y maldad entre los «Reyes de los Hombres», y traición y sed de poder entre los «Magos», supongo que en mi historia hay aplicabilidad a los tiempos actuales. Pero si me pregunta, diría que el cuento no trata realmente del Poder y el Dominio: eso es sólo lo que pone las ruedas en marcha; trata de la Muerte y el deseo de inmortalidad. ¡Lo que apenas es más que decir que se trata de un cuento escrito por un Hombre! (1993).

Así es, pues, como nos aparece por primera vez el concepto de aplicabilidad, que iba a ser mucho más fecundo e iba a tener un trasfondo interesantísimo, como veremos. Se entiende, para Tolkien, como negación de la alegoría, y es difícil no ver cierta similitud con el carácter libre que le atribuye Munari a la fantasía, por cierto.

Para el propósito que persigo resulta pertinente preguntarse cómo fue leído El Señor de los Anillos en sus primeros años de andadura. En concreto, lo que sucede en los Estados Unidos en la década de los sesenta resulta revelador. Aprovechando un vacío legal, Ace Books, una editorial especializada en ciencia ficción y fantasía, publicó en 1965 una edición no autorizada de la obra. La manera que tuvo la editorial legítima, Ballantine Books, de contrarrestar este detalle fue responder con otra edición en la que se incluía un nuevo prólogo de Tolkien. De esta manera no solo se le ofrecía material nuevo a los lectores, sino que además se podía reclamar el pago de los derechos de autor. En ese prólogo, escribía el escritor británico:

But I cordially dislike the allegory in all its manifestations, and always have done since I grew old and wary enough to detect its presence. I much prefer history, true or feigned, with its varied applicability to the though and experience of readers. I think many confuse ‘applicability’ with ‘allegory’, but the one resides in the freedom of the reader, and the other in the purposed domination of the author (Tolkien, 2004: xxiv).

¿Qué consecuencias pueden extraerse de esto? Para empezar, volvemos a ver a Tolkien empeñado en negar cualquier reducción del simbolismo de su obra a una sola causa, y es bastante probable, porque en ese momento El Señor de los Anillos se estaba leyendo así, especialmente en Estados Unidos, que esté pensando en la identificación, supuesta por muchos lectores, del Anillo Único con la bomba atómica y de Mordor con la Unión Soviética. Nuestro autor no condena de modo tajante ese tipo de lecturas simplificadoras, pero sí deja traslucir que no están en su intención, al tiempo que prefiere dejar libertad al lector de aplicar lo que lee en la historia en el sentido que estimo oportuno. Ese intento es revelador por varios motivos: incluso la edición de 1965 de Ballantine, la que no era pirata, es conocida por sus portadas llenas de colores chillones y detalles que remiten a la psicodelia; en resumen, estaba ocurriendo que la obra de un maduro y conservador profesor de Oxford se estaba situando en la cúspide de las preferencias de la contracultura; estaba sucediendo que los hippies se empezaban a adueñar de El Señor de los Anillos.

No son pocos los datos que apuntan en ese sentido. En 1966, la Diplomat Magazine dedicaba su número 197 a Tolkien, y ahí aparecían unas palabras de Timothy Leary, gurú de la psicodelia y gran defensor de las terapias experimentales con drogas, quien de pronto definía a Tolkien como «escritor psicodélico». En 1969, el periódico de referencia del movimiento hippie, The Oracle de San Francisco, se refería a los hobbits como una subcultura dentro de su propio tiempo y mundo. Lo cierto es que los hippies siempre tuvieron una relación contradictoria con la obra. Por una parte, en ella veían (Ratliff & Flinn, 1968) una serie de afinidades con su proyecto vital: maniqueísmo tendente a buscar la belleza más allá de las sombras; sentimiento de cercanía y comunión con la naturaleza; rechazo del racionalismo asociado a la idea de progreso; y, además, una feroz antipatía hacia el materialismo determinista. Mas no se trataba solo de lo que veían en El Señor de los Anillos, sino también de lo que hacían con el libro: en las manifestaciones contra la Guerra de Vietnam, comenzaron a proliferar pancartas con lemas como Frodo Lives! o Gandalf for President. Por otra parte, ignoraban o parecían ignorar el horror que al propio Tolkien podía llegar a causarle todo esto. Téngase en cuenta que él mismo era un veterano de guerra y que, cuando empieza a escribir la historia, los primeros manuscritos se los envía a su tercer hijo, Christopher Tolkien, mientras está destinado en Sudáfrica, sirviendo en la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial. A buen seguro, Tolkien se sentía más cercano al concepto agustiniano de guerra justa que al antibelicismo contracultural. Sí era, no cabe duda, un acendrado conservador enfrentado a la idea industrial de modernidad, lo que podría dar la impresión de que su concepción de la naturaleza humana se asemejaría a la de los hippies, pero tampoco en eso la coincidencia ha de darse por hecha al cien por cien: El Señor de los Anillos es, insisto, una obra fundamentalmente antimoderna, pero lo es si cabe en un sentido mucho más estricto que el de los hippies, pues la nostalgia del mundo anterior a la industralización en la que se instala Tolkien tiene, como es sabido, profundas implicaciones religiosas. Una vez más, es más fácil relacionar su concepción del hombre con la idea de massa damnata de Agustín que con el «haz el amor y no la guerra» de la contracultura.

Lo que yo quiero recalcar, sin embargo, es que cualquier intento de Tolkien por controlar y confinar la lectura de su obra sería siempre inútil, cosa que me sirve para establecer la segunda razón con la que quiero defender la fantasía: la fantasía es un modo de cuestionamiento de la realidad, desde el plano cotidiano al político, que no precisa tener nada que ver con las intenciones de los autores que la emplean. Por más que nuestro autor luchara denodadamente contra las lecturas que a él le parecían erradas de su obra, lo auténticamente revelador será a este respecto su fracaso en ese empeño. Y este es un detalle importante: ya podía Tolkien esforzarse por disputarle la lectura de su obra a sus propios lectores, que como cualquier otro escritor siempre estaría indefenso ante la capacidad de la fantasía para vehicular, alegorizar, simbolizar, dar forma, o como quiera decirse, a diversos aspectos significativos o directamente contradictorios de la realidad inmediata. Este cuestionamiento, sin embargo, no tiene por qué ser ingenuo ni consciente. No tiene por qué resultar ingenuo en la medida en que no se trata de construir una realidad alternativa que nos haga huir de lo que vemos cuando no nos gusta, aunque esa sea, qué duda cabe, una opción también (no la que a mí más interesa, si he de ser sincero, pero sí la que mucha gente legítimamente prefiere). Y no tiene por qué resultar consciente porque, en el fondo, y a diferencia de lo que defienden los censores de la fantasía, nada de lo que se piensa deja de tener su anclaje en la realidad concreta e inmediata. Se puede pensar algo –volviendo una vez más a Munari– con independencia de si sus fines pueden o no ser llevados a cabo, funcionar o no, pero no se puede pensar nada cuyos orígenes no estén siempre sujetos, de un modo u otro, a la realidad concreta. Esta particularidad le confiere a la fantasía un poder evocador inmenso: puede acabar dirigiéndose hacia fines que ni sospechamos, pero a ella –y eso es, en definitiva, lo que yo defiendo– solo nos acercamos con los pies bien plantados en la tierra.

Hobbit (o mago) soy, y nada de lo humano me es ajeno

Después de vencer a Grendel y a su madre, Beowulf es agasajado en la corte del rey Hródgar. El poema lo cuenta así:

Tras haberle invitado a beber en la copa
con buenas palabras, dos brazaletes
de oro trenzado la reina le dio,
una cota de malla y también un collar
como nunca escuché que lo hubiese en el mundo. (vv. 1194-1196, p. 61)

Ahí tenemos algunos elementos prototípicos de las sagas germánicas, como son un guerrero triunfante y un rey que lo recibe, lo que a su vez conlleva otras dos cosas: el regalo, que por lo general lo es de metales y joyas; y el banquete, siempre inter pares, entre jefes del clan. Con razón, el gran medievalista ruso Aarón Guriévich observó esto: «El presente y el banquete son conceptos claves que sirven de nexo entre la armonía y cultura de los bárbaros» (1990: 264). No es gratuito el epíteto épico con que se define a Beowulf: si Aquiles es «el de los pies alados», el héroe de los gautas será «generoso en anillos». Entre las sociedades germánicas que invadieron el Imperio Romano, los metales poseen propiedades mágicas. El guerrero despoja al enemigo vencido de sus joyas, quedándoselas como símbolo del trasvase de fuerzas del uno al otro. Si además el vencedor es el jefe de la tribu, será necesario que se muestre magnánimo y generoso, que comparta su riqueza con sus allegados. Por ello, en la escena de Beowulf traída a colación, lo que vemos es el símbolo de una alianza: un rey regala un collar a su mejor guerrero, con lo que lo hace formar parte de su círculo.

No carece de importancia, entonces, que la obra de Tolkien gire en torno precisamente a una joya, a un anillo. La potencia simbólica del mismo ya contaba con una gran tradición. En un anillo se condensan, entre otras cosas, la unión sin fisuras ni quiebras, la perfección del tiempo circular o el continuum insobornable de la alianza. Tolkien, además, había sido editor de Beowulf y conocía de sobra todo este universo de referencias. Por ello no es casual que invente una historia en torno a un señor que domina, que pretende someter al resto con un anillo. Con facilidad podría verse esto, en contra de su criterio, como una alegoría en sentido estricto, pero el asunto tiene, una vez más, sus matices.

En La Comunidad del Anillo, en concreto en el capítulo «La sombra del pasado», se encuentra el siguiente episodio: Gandalf, que ha estado haciendo sus averiguaciones, visita a Frodo en La Comarca para pedirle que le enseñe el anillo que Bilbo ha dejado en Bolsón Cerrado tras su marcha. El momento en que Frodo lo saca de su bolsillo para mostrárselo se nos cuenta así:

Frodo took it from his breeches-pocket, where it was clasped to a chain that hung from his belt. He unfastened it and handed it slowly to the wizard. It felt suddenly very heavy, as if either it or Frodo himself was in some way reluctant for Gandalf to touch it. (Tolkien, 2004: 49)

Hay un detalle importante en esa escena: en realidad, no queda claro que el anillo pese objetivamente; lo que vemos, más bien, es que Frodo siente que pesa. Pero, ¿es el anillo quien no quiere que lo toque Gandalf?, ¿es el propio Frodo? La duda no queda resuelta en ningún momento. Podría decirse que, en los códigos maniqueos que definen la novela de Tolkien, se enuncia aquí un problema complejo de manera aparentemente sencilla: el deseo de poder y de dominio, el mal, en suma, ¿es algo externo a nosotros que en cualquier momento puede atenazarnos? ¿O por el contrario es algo interno que está en nuestra naturaleza? Muchos no dudarán en ver en estas disyuntivas una simpleza para adolescentes. Por lo que a mí respecta, no tengo mucho que discutir con quien así razona. En cambio, me interesa señalar que estamos ante lo que Fernando Savater llamó en su día «un espacio completamente moral», del cual dice: «Toda la Tierra del Medio es el tablero de la partida entre el Bien y el Mal, pero cada casilla y cada pieza de ese tablero todo están fundamentalmente hechos de buena o mala voluntad, no son simples instrumentos de éstos» (2005: 166). Si además optásemos por aceptar los códigos interpretativos que propone Tolkien, la cosa es más compleja si cabe: lo de Beowulf es una alegoría en la medida en que A equivale a B; lo de El Señor de los Anillos, un símbolo que puede ser interpretado en función de la aplicabilidad que le encuentre cada cual.

A propósito de esto, creo que puede establecerse un tercer y último punto de defensa de la fantasía: esta es una manera de construir una realidad moral a través de la fabulación. No en vano, la tercera acepción que el Diccionario de la Lengua Española ofrece de la palabra «realidad» dice así: ‘Lo que es efectivo o tiene valor práctico, en contraposición con lo fantástico e ilusorio’. No la saco ahora a colación porque me parezca que esa tenga que ser una definición definitiva o especialmente precisa, sino más bien porque resulta elocuente sin pretenderlo, en tanto, de manera inconsciente, para definir la palabra «realidad», la fantasía queda despojada en ella de cualquier valor práctico. Si yo estuviera tan seguro de esto último como lo está esta acepción del diccionario, jamás habría escrito una sola línea de esta conferencia. Sucede simplemente que no tengo ninguna razón sólida para dar por hecho que aquello que se piensa sin buscar pretendidamente un fin práctico definido haya de resultar, en el fondo, necesariamente improductivo. Para no despistar, lo diré a las claras: que la fantasía se permita la libertad, como decía Munari, de pensar lo que no tiene por qué tener un fin utilitario, no significa necesariamente que carezca de tal fin; en el caso que he mostrado, como en muchos otros, sirve para dar concreción, fabulándolas, a realidades morales que están en este mundo tanto como lo está el teclado que he utilizando para escribir esto.

Conclusiones a la segunda sesión

Recapitulando, en esta segunda conferencia de la serie hemos dado tres razones en defensa de la fantasía: la primera es que la fantasía no es algo que esté al margen de la realidad o viva opuesto a ella, sino algo que genera realidad, que la produce y amplifica; la segunda es que la fantasía no es necesariamente, por más que eso también suceda con frecuencia, una distorsión o una huida del mundo cotidiano, sino un cuestionamiento del mismo; y la tercera y última es que no es del todo cierto que la fantasía carezca de valor práctico, pues en la medida en que nos permite construir una realidad moral a través de la fábula, ya es útil. Y si no me creen, concédanme el beneficio de la duda un poquito más. Mañana todo esto se lo harán ver, mucho mejor que yo, los autores de libros para niños de los que pienso hablarles. No se los pierdan. Muchas gracias.

Bibliografía

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Ratliff, William E.; y Flinn, Charles G. (1968). «The Hobbit and the Hippie», Modern Age, 12, pp. 142-146.

Savater, Fernando (2005). La infancia recuperada. Madrid: Alianza.

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Tolkien, J. R. R. (2004). The Lord of the Rings (Humprey Carpenter y Christopher Tolkien, eds.). London: HarperCollins.

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