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Sylva I
Imaginación y fantasía
Texto de la videoconferencia ofrecida para la Sociedad Argentina de Escritores (sección Moreno) el 14 de octubre de 2020, dentro del ciclo De la condena a la ética de la fantasía. Apología de la capacidad de fabular.

Animalillos, duendes, genios o lo que sea

Si me lo permiten, empezaré esta exposición con un leve recuerdo. En la tarde del 2 de febrero del año 2004, me hallaba leyendo un encuentro digital en el diario El País entre el periodista Santiago Segurola, a la sazón jefe de la sección de deportes, y los lectores del periódico. Eran tiempos en los que la fiebre causada por la adaptación de la trilogía de El Señor de los Anillos, a cargo del director neozelandés Peter Jackson, todavía se hacía notar. La última película de la serie, El retorno del rey, aún debía estar proyectándose en las salas por aquel entonces, si mal no recuerdo. El señor Segurola pertenece a esa estirpe de periodistas deportivos cuya voracidad cultural les permite hablar con soltura y conocimiento no solo de deporte, sino también de cine, literatura o música. En los encuentros con los lectores, pues, no era infrecuente que las preguntas se desviasen con toda naturalidad hacia esos otros derroteros, por lo que nada tiene de extraño que aquel día alguien le pidiese su opinión sobre las películas de Peter Jackson. La respuesta yo la he tenido vagamente rondándome la cabeza durante todos estos años, pero aún he logrado localizarla tal cual fue en este archivo infinito que es la red: «No me interesan nada Tolkien ni sus animalillos, duendes, genios o lo que sea. Le digo la verdad: no he visto ninguna de sus películas. Prefiero los libros que hablan de la gente». Por aquel entonces, quien les habla apenas había comenzado a tomarse en serio ese tipo de literatura que conocemos como alta fantasía, tras haber pasado varios años estudiando Filología Hispánica, una disciplina en la que, si bien no se me había enseñado a despreciar el género, tampoco puedo decir que se me estimulase demasiado para apreciarlo.

Si la respuesta me llamó la atención fue solo porque me daba cuenta de una cosa que todavía hoy sigo manteniendo, incluso con más convicción que entonces: a mí los «animalillos, duendes, genios o lo que sea» de Tolkien no han dejado de interesarme desde que me topé con ellos, pero paradójicamente lo han hecho siempre por el mismo motivo que llevaba a Santiago Segurola a descartarlos, esto es, porque me interesan «los libros que hablan de la gente». Lo intentaré explicar a lo largo de estas sesiones. Por ahora, quedémonos con que en las palabras del periodista queda patente una escisión en absoluto ajena para muchas personas: parece como si, por una parte, estuviera la literatura del mundo real, con sus tramas más o menos reconocibles o cercanas a la cotidianidad; y parece como si, por otra, nos encontrásemos con una literatura que se aleja de ese mundo real y verdadero, con el que además apenas si intersecciona. Los «animalillos, duendes, genios o lo que sea» no acaban así de formar parte de ese ámbito en el que nada de lo humano nos es ajeno, pero en donde no todo nos parece humano. Están, simplemente, fuera de la realidad que vale la pena considerar. Pienso que esa premisa es fundamentalmente falsa. Es más, dando por hecho que lo es iré procediendo a articular mi discurso a lo largo de toda esta serie de conferencias. Por el momento, me limito a enunciar los dos primeros problemas que veo salir al paso: el del carácter supuestamente evasivo de lo fantástico, por una parte; y, por otra, el de la definición, compleja en extremo, de lo que entendemos por fantasía.

Con respecto a lo primero, el problema de la evasión, pareciera que hablar de fantasía no fuese sino aludir a una manera de escapar de nuestra realidad más inmediata o, dicho de otro modo, pareciera que no fuese sino una forma particularmente eficaz de buscar refugios elusivos de realidades alienantes a fuerza de generar, en bucle, otras realidades igualmente alienantes y más artificiales que, sin embargo, nos pintarían de colores una vida cotidiana percibida como cada vez más gris, más insulsa y más hostil. No diré que no haya algo de cierto en esa percepción. Muy al contrario, afirmo que si la huida de lo que no nos satisface es una de las funciones que puede llegar a desempeñar la fantasía en nuestras vidas, si de un modo u otro nos sirve de bálsamo para la insatisfacción, bienvenida sea entonces para quienes así la entienden. Sin duda, sirve también para eso. Ahora bien, sucede que, no obstante, encuentro algo bastante más profundo que un mero desahogo terapéutico en ella, como trataré de explicar. El tema, simplemente, dista mucho de agotarse ahí.

Por otra parte, como ya anticipaba, nos encontramos con el problema de la definición del propio concepto de fantasía. Este, me temo, es demasiado polisémico como para dar por hecho, sin más, que ahora todos estemos pensando en lo mismo cada vez que lo menciono. Esta primera sesión, en cierto modo, no es otra cosa que un intento de definirlo, pero no demos por hecho ni ustedes ni yo que esa es una tarea tan sencilla. Por ejemplo, hemos empezado hablando de un periodista deportivo, y resulta que incluso en el léxico futbolístico esa palabra tiene una acepción particular y muy especializada, como saben quienes disfrutan siguiendo el calcio italiano. En el Grande Dizionario Italiano de Aldo Gabrielli, cuya traslación digital ha tenido la buena idea de llevar a cabo la editorial Hoepli, se define así la palabra fantasista, que hasta donde alcanzo a saber no se usa en español: «Atleta, in genere calciatore attaccante, dal gioco fantasioso e imprevidibile» (‘Atleta, por lo general futbolista atacante, que practica un juego imaginativo e imprevisible’).

No me faltarían ejemplos en el campo académico de trabajos, por lo general bien valorados, en los que, a través de gráficos, estadísticas y puntillosos estados de la cuestión, se desgranan demostraciones empíricas acerca de lo perniciosa que resulta para los niños más pequeños la gran oferta de ficciones alejadas del más estricto realismo, de ficciones fantasiosas. Que la fantasía, incluso cuando no nos tomamos la molestia de definir lo que entendemos por tal cosa, resulta algo dañino y antipedagógico, para mucha gente es casi tan verdad como que numerosos adultos la consideran, sin más, un síntoma de inmadurez o un rasgo adolescente nunca superado. En ello reside su condición paradójica: cuando somos demasiado pequeños, conviene que nos alejen de ella; cuando somos mayores, conviene que nos alejemos de ella nosotros mismos. Para un tipo determinado de fantasía, podría decirse que hay un tiempo muy limitado en nuestra vida, coincidente poco más o menos con la adolescencia. Antes y después, estorba y distorsiona nuestras ideas sobre el mundo. Por supuesto, esta última es una suposición muy discutible sobre la que vamos a pensar en este encuentro más despacio. Nada surge de la nada, así que digámoslo claro: esos discursos hostiles hacia la fantasía no son sino la forma contemporánea que adopta, a veces en el discurso académico, a veces en los muchos discursos que se despliegan en la vida cotidiana, toda una tradición de condena de lo fantástico que viene sucediéndose –y no por casualidad– desde el momento mismo en que, allá por el siglo XVIII, el mercado editorial comenzó a suministrar libros para la infancia. La concepción de la fantasía como una realidad alterada, que debemos manejar con cautela por las distorsiones que genera, puede que tenga algo de cierto en lo que respecta al influjo que puede llegar a ejercer sobre los niños más pequeños, pero no es menos verdad, tampoco, que la fantasía es una realidad que está en el mundo desde que nacemos, que pre-existe a la vida de cualquiera de nosotros y que no podemos eludir.

Por mi parte, me comprometo a que quienes están teniendo la gentileza de seguir esta sesión no se vayan de ella sin que se les haya brindado un concepto concreto de fantasía que nos permita avanzar en las otras dos que restan. Antes, sin embargo, y al objeto de saber bien de qué hablamos, debemos hacer un pequeño recorrido por el modo en que la fantasía llegó a ser, no ya «la loca de la casa», como escribió Teresa de Ávila de la imaginación, sino directamente la madrastra de Blancanieves.

La tradición de desconfianza hacia la fantasía

Situémonos ahora en Londres, en 1946. Maria Montessori, acompañada de su hijo Mario, acaba de regresar a Europa, tras un exilio de siete años en India a causa de la Segunda Guerra Mundial. Tiene 76 años, una impecable reputación internacional y mucha experiencia acumulada tras viajar por todo el mundo. En la capital británica dictará la primera serie de conferencias tras su regreso al viejo continente, una de las cuales, «On Fantasy and Fairy Tales», retoma un viejo motivo de disputa en su teoría que ya se había iniciado en la década de los veinte: la relación de los niños menores de 6 años con la fantasía y los cuentos de hadas. Para no ser injusto, empezaré por puntualizar que, a estas alturas y en el marco de un debate que ya venía de muy atrás, Montessori ha modificado y matizado su posición varias veces. Se diría que se muestra algo más abierta que al principio, mas sus líneas de fuerza solo han cambiado moderadamente.

En esta conferencia, Montessori se vale de algunas de las claves más reconocibles de su método. Veamos. Desde el principio del mundo, los niños toman y absorben, y si bien podemos empeñarnos en enseñarles lecciones, antes que estas surtirá efecto en ellos una suerte de ley natural, según la cual será del ambiente de donde extraigan el conocimiento que necesiten. Los adultos, por su parte, en lugar de propiciar un marco favorable a esa relación con el ambiente, nos empeñamos en facilitarles cuentos de hadas, algo en lo que la gran pedagoga italiana encuentra una equivocación persistente: si el niño puede elegir, dice haber observado muchas veces Montessori, elegirá siempre algo más importante para su desarrollo que los cuentos. Es desde ahí desde donde su teoría aborda la diferencia entre fantasía e imaginación: la fantasía no está anclada a la realidad inmediata, y lo que no está anclado a la realidad inmediata no puede ser absorbido por la mente del niño, porque no puede ser reconstruido por ella; la imaginación, sin embargo, «is the real substance of our intelligence» (Montessori, 2016: 46), pues toda teoría, todo progreso, viene de la capacidad de la mente para reconstruir algo. ¿Significa esto que Montessori despreciará en esta conferencia la fantasía y los cuentos de hadas? No exactamente: significa que, en su opinión, y contrariamente a la creencia general, no debemos ver a los niños como seres que demandan historias fantásticas o cuentos de hadas, sino hechos sujetos a la realidad; significa, por tanto, que los cuentos de hadas y la fantasía han de ser adaptados a la mente de los niños. Así se legitima, por ejemplo, el tratamiento que se hace de la historia en las escuelas montessorianas: la historia son hechos y los cuentos de hadas invenciones, pero los hechos de la historia están lejos de nosotros, y eso ya los hace fantásticos en sí mismos sin necesidad de inventar nada, puesto que la historia no podemos verla, pero sí imaginarla. La historia, pues, se aborda como un ejercicio de construcción de la imaginación, en un juego mediante el cual el adulto se muestra respetuoso con el estado de desarrollo cognitivo del niño, sin además abusar de su confianza.

No descartemos que Montessori esté siendo aquí, por lo que respecta a los cuentos de hadas, un tanto diplomática. Poco después de esta conferencia, en 1949, con la publicación de The Absorbent Mind (revisado en 1952), volvería a insistir en la necesidad de derribar el mito de la preferencia de los niños por los cuentos de hadas frente a lo real. Apostilla ahí que los niños, cuando oyen hablar de princesas encantadas, solo reciben impresiones que no les permiten desarrollar su potencial para imaginar constructivamente. Pero en esa ocasión, y por lo que respecta a la fantasía, Maria Montessori iría aún más lejos, al observar como un factor de indisciplina el que los niños de tres o cuatro años muestren incapacidad o dificultad para centrarse en objetos reales. Uno de los síntomas de ese desorden sería, precisamente, que el niño acuse tendencia a dejar su mente vagar por el reino de lo fantástico. Nuestra autora añade:

Unfortunately, many people think that these fanciful activities, which disorganize the personality, are those which develop the spiritual life. They maintain that fantasy is creative in itself; on the contrary, it is nothing by itself, or just shadows, pebbles and dried leaves (Montessori, 2007: 241-242).

Con lo que queda claro que la tendencia a la fantasía no solo es síntoma de indisciplina, sino casi una aberración que roza lo patológico. No obstante, varias décadas antes, con la publicación en 1917 del primer volumen de The Advanced Montessori Method, había alcanzado su punto máximo de beligerancia en este asunto. Al definir la etapa de 0 a 6 años como etapa de la credulidad, señala un problema: los niños creen, no imaginan; y la credulidad es la característica de una mente inmadura y falta de experiencia y de conocimiento anclado a la realidad. Los niños, en esa etapa, carecen de la inteligencia que permite distinguir lo verdadero de lo falso, lo bello de lo feo y lo posible de lo imposible. Su conclusión pasa por establecer que la exposición a la fantasía es un abuso del adulto, que exige al niño que sea crédulo aun cuando la naturaleza todavía no le ha permitido dejar de ser ignorante e inmaduro. La credulidad, para Montessori, es una señal de falta de civilización, y por ende lo es también la recurrencia a la fantasía, que se sostiene sobre ella.

¿Cómo encajar esto hoy? Antes que nada, y para no sacar conclusiones precipitadas, hemos de considerar la coyuntura en la que la gran pedagoga italiana llega a esas conclusiones. No estoy preparado para discutir la autoridad de Montessori en materia pedagógica. Tampoco lo pretendo ni siento que ese sea un ámbito que me competa. Sin duda, su descripción de la mente infantil, aun cuando mucho se haya avanzado en su conocimiento desde entonces, será siempre mucho más profunda y compleja que la que un profano como yo pueda hacer. Admito, además, que doy por cierto que los niños a esas edades son crédulos. También que, con frecuencia, la realidad es la mejor y más fascinante puerta de entrada al conocimiento. No cuestiono nada de eso, pero creo que sí me puedo permitir leer entre líneas el lugar ideológico en el que se sitúa el discurso de María Montessori sobre la fantasía. Si bien ella insiste en definir su pedagogía como «científica», haríamos mal en acercarnos hoy a su teoría sin situarla en el terreno de la historia, tan alejado de las ideas puras. Lo cierto es que buena parte de los escritos a los que hemos aludido se dirige a un público anglosajón, cosa que no conviene ser pasada por alto. Parece claro que Montessori está reaccionando de modo resuelto contra el modelo de educación victoriana de la burguesía inglesa, donde los cuentos de hadas y la fantasía cobran un especial protagonismo.

En Inglaterra, ciertamente, habían acontecido cosas importantes para el tema que nos ocupa desde mediados del siglo XVIII, más allá de las habituales apelaciones a la teoría pedagógica de John Locke en sus Pensamientos sobre la educación. Sucede que Inglaterra se hace dueña de los mares, lo que genera una burguesía rentista, que vive de administrar los réditos de un gran imperio, no trabaja con sus manos e implanta triunfante el modelo de familia nuclear. Y este no es un asunto anecdótico precisamente: con la mejora de las condiciones de vida y de las expectativas vitales de la progenie, se libera un tiempo muy preciado para un nuevo tipo de ocio en el que el mercado sobre los libros contempla la producción de libros para la infancia. El ocio comienza así a ser la verdadera condición de posibilidad de la educación burguesa. Algunos autores, siguiendo los dictados de Locke, comienzan a escribir y a producir libros para educar deleitando a los niños, como muestra el The Child’s New Play Thing, que en 1742 edita y vende el matrimonio conformado por Mary y Thomas Cooper. En 1744, un avispado comerciante del sur de Inglaterra, llamado John Newbery, se instala en Londres, donde en una calle no muy lejana a la catedral de Saint Paul abre The Bible and Sun, considerada la primera librería infantil de la historia. Él mismo escribe e ilustra algunos de los libros hermosos, pequeños y no muy caros, que dirige en exclusiva a los más pequeños. Pronto prolifera un tipo de literatura muy centrada en la infancia y un mercado volcado específicamente en suministrarla. Se abren tiempos de fábulas y de cuentos. Se abren tiempos en los que la lectura comienza a ser la base de la educación.

Sin embargo, este fenómeno tendría su contestación pedagógica muy pronto. Sobre todo, a raíz de la publicación, en 1762, de Emilio o De la educación, del filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau. Sin duda, este tratado supone el punto de arranque de lo que podría llamarse «pedagogía natural», según la cual la educación ha de tender a perseguir los mismos fines que la naturaleza, en lugar de a perturbarlos. Para Rousseau, como más adelante para Montessori, la naturaleza da a los hombres los deseos necesarios para su conservación, así como las facultades para satisfacerlos, pero pronto esta idea se encontrará de frente con un serio problema: ¿qué hacer con los libros? La lectura no es en sí misma un acto natural; leer implica, se quiera o no, desviar hacia la imposición de una autoridad esa tendencia a convertir el entorno inmediato en la fuente primordial de cuanto conocimiento se necesita. En consecuencia, la lectura se convierte en el azote de la infancia y, según Rousseau, casi en la única ocupación que los adultos saben darle a los niños. Hasta los doce años, Emilio apenas sabrá lo que es un libro, objeto al que solo accederá cuando le empiece a ser útil. Antes, solo servirá para aburrirlo. Y, como es obvio, los niños no sentirán demasiada curiosidad por perfeccionar el instrumento con que se les atormenta. Estoy parafraseando casi al milímetro las palabras de Rousseau cuando escribo esto.

En esa línea, y como extensión del problema de la lectura, aparece a su vez el problema de la fantasía. Para Rousseau, la fantasía es justamente lo que se desvía de la inclinación natural que el niño tiene a aprender por sí mismo tomando lo que necesita directamente del entorno. La fantasía, para más señas, compendia todos los deseos que no son verdaderas necesidades y que solo pueden contentarse con la ayuda de otros. Pero resulta que los niños de su época que han tenido la suerte (o la desgracia) de haber sido instruidos, lo han sido con las fábulas llenas de animales parlantes de La Fontaine. En el parecer de Rousseau, con ello simplemente el adulto le proporciona al niño una serie de mentiras que el niño no entiende, bajo la suposición de estar adornando con ellas la transmisión de una verdad que el niño no puede captar.

Si en la pedagogía rousseauniana los libros comienzan a ser un problema, ello se debe a que los libros son catalogados en el orden de los objetos intelectuales, contrapuestos a los objetos sensibles en los que la naturaleza pone por sí misma todo lo que necesita saber el niño. Solo así se entiende que nuestro filósofo sea tan tajante como para llegar a afirmar esto: «Odio los libros: sólo enseñan a hablar de lo que no se sabe» (Rousseau, 2011: 287). Ahora bien, resulta que hasta Rousseau hace una conocida excepción a su postura anti-libresca: Robinson Crusoe, la ya por entonces famosa novela de Daniel Defoe y «el tratado de educación natural más logrado» (288), en palabras del filósofo. Robinson encaja en la pedagogía natural porque no representa el estado del hombre social, toda vez que está solo en su isla, desprovisto de la asistencia de sus semejantes, carente de los instrumentos de todas las artes y dedicado a su subsistencia y conservación, aunque aun así procurándose por su propio ingenio una suerte de bienestar. La conclusión a la que llega Rousseau, casi se impone sola:

El medio más seguro de alzarse por encima de los prejuicios y de ordenar los juicios de uno por las verdaderas relaciones de las cosas es ponerse en el lugar de un hombre aislado, y juzgar todo como ese mismo hombre debe juzgar con vistas a su utilidad propia (288).

Por supuesto, quien eso escribe considera conveniente despojar la novela de Defoe de aquellos elementos innecesarios que la alargan innecesariamente y la alejan de la utilidad que pueda tener para el público infantil, lo cual, dado el éxito inmediato que conoció el Emilio, traerá consigo una serie de consecuencias.

Al poco, comenzarán a proliferar por Europa y América las versiones y adaptaciones pedagógicas del mito de Robinson, personaje convertido de pronto en algo que iba mucho más allá de la invención de Defoe. Parece que el propio Rousseau, fascinado de niño por la novela, escribió en su adolescencia una continuación (sí, de niño, porque resulta que quien decía odiar los libros y los desaconsejaba para la infancia no fue él mismo sino un voraz y precoz lector). De entre las muchas adaptaciones que se derivaron de los postulados defendidos en el Emilio, quizá la del pedagogo alemán Joachim Heinrich Campe, El nuevo Robinson (1779), fuese la más difundida. En España, el escritor tinerfeño Tomás de Iriarte, conocido entre otras cosas por sus fábulas para niños, lo tradujo y versionó en 1789. La adaptación de Iriarte del Robinson de Campe no dejó de editarse con éxito hasta bien entrado el siglo XIX, si bien lo curioso es que la novela original de Defoe no se tradujo al español hasta más de un siglo después de haberse publicado el original inglés en 1712. De hecho, en 1790, Robinson Crusoe figuraba –mencionado, además, por la traducción francesa– en el Índice de libros prohibidos de la Inquisición. La única traducción que se hizo, cuyo manuscrito, firmado por «un sacerdote desocupado», se conserva en la actualidad en la Real Academia de la Historia, no pasó el filtro de la censura, si bien es una pena que no conozcamos hoy el informe.

Pero volvamos al Robinson de Campe. No esperemos encontrar en él una novela al uso, ni tan siquiera la adaptación juvenil de un clásico al modo de las que a buen seguro hemos conocido muchos en nuestra infancia. En realidad esta obra se parece más a un libro de texto en el que la fantasía queda excluida, a mayor gloria de la pretensión de dirigir la atención de los niños hacia la realidad inmediata: escrita en forma dialogada, vemos en ella a un padre satisfacer las preguntas de sus hijos sobre las más diversas materias relativas al mundo natural y moral. Por otra parte, muchas de las llamadas «robinsonadas», cuyo exponente más conocido lo encontramos en El Robinson suizo, publicado en 1812 por Johann David Wyss, un modesto bibliotecario de la ciudad de Berna que alcanzó fama mundial con esta obra, mostraban una querencia por los propósitos didácticos e instructivos que no siempre tenía su equivalente en el cuidado de la faceta más puramente literaria.

¿Qué había ocurrido para llegar hasta aquí? Creo que el problema fundamental sobre qué hacer con los libros en la educación de los niños se comienza a plantear de manera sistemática con el surgimiento de un mercado de libros para la infancia, cuyos orígenes se sitúan, como ya se ha visto, en la Inglaterra de mediados del siglo XVIII. Sostengo que en esa coyuntura comienza a surgir la escisión, que todavía arrastramos, entre dos tradiciones: por una parte, la que tiene que ver con lo fantástico como componente fundamental de la literatura infantil; por otra, la que surge como tradición de condena de la fantasía, en cuyas raíces he procurado incursionar brevemente. La palabra raíces, de hecho, la empleo aquí no sin intención, pues aunque estemos hablando de una escisión que surge a consecuencia de la instauración de un mercado de libros para niños, la problemática que nos plantea no se ha restringido históricamente, sin más, al ámbito de lo infantil. En el terreno de la literatura adulta, pongamos por caso, hasta un libro metafísico y complejo en extremo como El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien, que en absoluto se concibió como historia infantil o juvenil en su momento, para mucha gente no ha pasado de ser percibido como el máximo exponente del llamado fantástico, casi más un subgénero que un género. Bien es verdad que un exponente prestigioso, sí, pero con demasiada ligereza asociado a un marco de referencias que no deja de remitirnos a la adolescencia y al corpus de lecturas que los adultos hacemos en ese periodo de nuestra vida previo a la entrada en las lecturas «serias». Eso sí, cuando digo esto, hablo –y es de justicia que así lo puntualice– de cierta percepción social que se tiene de la obra de Tolkien, no necesariamente de la académica, que nos lleva brindando desde hace mucho estudios que la abordan con la altura intelectual que merece. Las raíces de ese desprestigio, del descrédito que la mirada adulta confiere a la fantasía, también han de situarse, a mi juicio, en ese momento, hacia mediados del siglo XVIII, en que las dos tradiciones mencionadas se convierten en paradigmas pedagógicos antagónicos.

A poco que se observe, a la vista está que nunca hemos sabido muy bien qué hacer con esos «animalillos, duendes, genios o lo que sea» de Tolkien (o cualesquiera otros autores que cultiven una ficción alejada de los cánones del más estricto realismo), como decía Santiago Segurola en el chat que he mencionado al principio. Nunca los hemos visto del todo como los portadores de ciertas profundas verdades humanas que son. Nunca, en suma, hemos sabido apreciar del todo como adultos esa perniciosa fantasía que de niños nos encandilaba, mientras, según supondríamos si aceptásemos algunos postulados de la pedagogía natural, nos debía confundir. La categoría de lo que sea es demasiado vaga, pero al mismo tiempo sorprendentemente explícita: de lo que sea la fantasía me ocupo a continuación.

Dos conceptos: imaginación y fantasía

Voy a comenzar por definir esta dupla clásica tal como ha quedado instaurada por la tradición de condena de la fantasía, cosa que, por cierto, no resulta demasiado complicado. Basta con rastrear en la red alguna de las muchas páginas de recomendaciones a familias para la aplicación del método Montessori. Algunas de ellas explican de manera abierta cómo limitar la exposición de los niños menores de 6 años a los cuentos de hadas y a la fantasía, para lo cual distinguen de manera operativa entre esta, la fantasía, y la imaginación. Puede decirse que, según esta visión, la imaginación nace en la mente del niño y es algo que él crea a partir de la información que tiene, es decir, algo que proviene de un estímulo tomado directamente por el niño del mundo real. La fantasía, por su parte, es lo que, habiendo nacido de la imaginación de otra persona, transmitimos al niño desde fuera, esto es, algo no tomado directamente por él del mundo real. Cualquier proceder que convenga a la hora de destinarles a los niños cuentos de hadas, por las razones que ya hemos visto esgrimía la propia Montessori, ha de sostenerse sobre el uso de la imaginación. La fantasía, de este modo, se convierte en el motor de lo que al final siempre resultará informe, distorsionado y peligroso.

En la próxima de nuestras sesiones intentaré demostrar que en esta dicotomía hay cierta confusión, digamos, ontológica. Es cierto, sin lugar a dudas, que la mente del niño es muy literal. Es cierto, para más señas, que eso le hace ser crédulo. Pero nada de ello significa que los humanos, desde que nacemos, vivamos en la pura literalidad. En tanto animales simbólicos que somos, y nos guste o no, estaremos expuestos a la figuración desde el principio, porque lo simbólico no es aquello que se aleja de la realidad o la distorsiona, sino algo que, en sí mismo, ya constituye un tipo de realidad presente en nuestras vidas desde el principio. Por otra parte, me parece evidente que Montessori define ambos conceptos en función de su origen, proceder tan válido como cualquier otro, si bien no el único ni necesariamente el más fecundo. Hay otras formas de hacerlo, por supuesto, y una de ellas me parece algo más que pertinente recordarla ahora.

El artista y diseñador italiano Bruno Munari ofreció, en 1977, una definición de ambos conceptos que me parece puede seguir siendo seminal y no ha perdido en absoluto la capacidad de iluminarnos. A diferencia de lo que hace Montessori, Munari no parte del origen, sino que articula su definición tomando como referencia los fines (o la ausencia de fines en el caso de la fantasía, como enseguida se verá). En su conceptualización, la imaginación tiene una carácter más bien instrumental: se trata de «un medio que sirve para visualizar o hacer visible lo que piensan la fantasía, la invención y la creatividad» (Munari, 2019: 24). Me ocupo enseguida de su definición de fantasía, pero, como es natural, esta definición de imaginación quedaría incompleta si no me tomase el trabajo de aclarar qué entiende Munari por invención y creatividad. La invención, dice él, relaciona cosas que uno conoce, pero orientando dicha técnica a un uso práctico. Por ejemplo, aclara, si un ingeniero inventa un motor, al inventor no le preocupará la dimensión estética del objeto inventado, sino que funcione adecuadamente. La creatividad, a su vez, es un modo de llevar a cabo proyectos, solo que, a diferencia de lo que ocurre con la invención, quienes recurren a ella no consideran tales proyectos solo por su función, aunque también, sino además por los aspectos psicológicos, sociales y humanos que acarrean. El diseño, por ejemplo, nos dice Munari, es un campo que opera como ningún otro a partir de la creatividad, en tanto busca hacer algo nuevo y llamativo sin renunciar a resolver necesidades colectivas.

¿Y la fantasía? Munari la define como la facultad más libre de todas, dado que «incluso puede ignorar por completo la posibilidad de que lo pensado llegue a realizarse o alguna vez funcione. Es libre de pensar cualquier cosa, por absurda, increíble o imposible que sea» (23). Desde la tradición de condena de la fantasía, esta libertad que Munari le atribuye a tal capacidad será vista con recelo. Si lo fantaseado es algo que puede pensarse con independencia de que alguna vez funcione o no, si en ello cabe hasta lo absurdo, parece claro que estará bajo sospecha siempre por improductivo y pernicioso. De cara al conocimiento que puede extraerse de la realidad, según esta tradición, la fantasía será siempre un ruido sobrante. A estas alturas creo que casi huelga decir que, sinceramente, este es un diagnóstico que no comparto. Antes creo que Munari ofrece buenos mimbres para que nos tomemos en serio el concepto. Si bien no niego que la fantasía pueda ser una forma de escapismo, como dije al principio, lo que pretendo ahora es defenderla mostrando de qué manera constituye por sí misma una realidad que no solo no distorsiona, sino que acrecienta y enriquece nuestra comprensión del mundo. A ello dedicaré la segunda conferencia de esta serie. Por otra parte, tampoco quiero desaprovechar la ocasión de situar el concepto en su dimensión ética. Mirar con buenos ojos una facultad cuyo fin no tiene por qué ser inmediato, práctico o utilitario, puede ser, a su vez, mirar con buenos ojos el potencial de algo que tal vez nos provea de una buena defensa ante el pragmatismo empobrecedor que con tanta frecuencia se instala en nuestras diversas formas de vida. En otras palabras, quisiera aprovechar la ocasión para exponer también las bondades de una facultad que, más que una manía patológica, puede resultar valiosa como pocas para la emancipación humana. De ello me ocuparé, si así me lo permiten, en la tercera y última conferencia de la serie.

Conclusiones a la primera sesión

Por hoy, no obstante, debo ir poniendo fin a esta sesión. A modo de recapitulación diré que juntos hemos ido reconstruyendo, hacia atrás, desde nuestro presente, una tradición de condena y desconfianza hacia la fantasía. Gracias a eso, hemos podido ver que los orígenes de dicha tradición están en el difícil encaje que tuvo el concepto para las ramificaciones derivadas de la pedagogía natural, cuyas líneas maestras comienzan a postularse en el siglo XVIII con el Emilio de Rousseau. Hemos visto, además, que dicho paradigma pedagógico surge casi en el momento mismo en que el desarrollo de un mercado editorial para la infancia trae como consecuencia la necesidad de fijar unos criterios para seleccionar y filtrar de qué modo ha de suministrársele la lectura a los niños. De esa manera, la lectura misma se convierte en un problema central. Por último, hemos definido un concepto de fantasía no a partir de unos orígenes psicológicos, que supuestamente la apartan de la realidad, sino de unos fines que nos hablan de ella como una realidad más compleja. Si todavía tienen la paciencia suficiente para acompañarme en las dos próximas sesiones, discutiré con ustedes cómo funciona la fantasía y por qué es mucho más importante y profundo saberlo de lo que nos han querido mostrar siempre sus numerosos detractores. Por hoy ya diría que la cosa nos ha cundido bastante. Muchas gracias.

Bibliografía

Montessori, Maria (2007). The Absorbent Mind. Amsterdam: Montessori-Pierson Publishing Company.

Montessori, Maria (2016). The Child, Society and the World. A Selection of Speeches and Writings. Amsterdam: Montessori-Pierson Publishing Company.

Munari, Bruno (2019). Fantasía. Invención, creatividad e imaginación en las comunidades visuales. Barcelona: Gustavo Gili.

Rousseau, Jean-Jacques (2011). Emilio o De la educación. 3ª ed. Madrid: Alianza.

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