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Sylva III
Breve ética de la fantasía
Texto de la videoconferencia ofrecida para la Sociedad Argentina de Escritores (sección Moreno) el 16 de octubre de 2020, dentro del ciclo De la condena a la ética de la fantasía. Apología de la capacidad de fabular.

Un bonito toque democrático

Escribo esto en unas circunstancias muy difíciles, no solo para mí. Pasar meses encerrados en casa, renunciar a pisar las aulas, donde impera una suerte de alegría civilizatoria, renunciar a dar la mano, renunciar a besar… son solo algunas de las muchas cosas que han hecho del mundo en el último año un lugar bastante desagradable. Innegablemente, la pandemia que estamos viviendo ha modificado muchos de nuestros hábitos a una velocidad que asusta. A medida que se cerraban los espacios públicos y nos confinábamos entre cuatro paredes, se abrían más si cabe las ventanas digitales. No por nada estamos teniendo este encuentro en un formato capaz de salvar un océano, lo que tampoco está nada mal. Muchas de las iniciativas que se han llevado a cabo durante este periodo han estado encarriladas a encontrarnos con otros: yo mismo he coordinado un club de lectura virtual donde hemos llegado a reunirnos adultos de tres países y cinco ciudades diferentes para hablar de libros para niños de cuando en cuando; a su vez, personas particulares de toda procedencia han querido, lo cual me parece más loable, llevar un poco de fantasía a la infancia, habilitando por todos los medios posibles sesiones de cuentacuentos o compartiendo sus conocimientos y creatividad con los demás. Todo ello, intuyo, apunta en una dirección a la que quiero referirme ahora.

En el discurso público parece haber tomado nueva relevancia la noción de cuidado. Tal como se emplea, no es del todo nueva. Ya en los años sesenta y setenta del siglo XX resultó capital para un debate auspiciado por los movimientos feministas. Entonces se buscaba hacer visibles, desnaturalizándolas, las relaciones de dominio asociadas a la división sexual del trabajo. Hoy, dado que vivimos en una situación insólita que nuestra generación no había conocido nunca antes, se esgrime de un modo más inesperado y difícil: cuidarnos significa, con frecuencia, hacer el esfuerzo de no estar juntos; cuidarnos significa renunciar al tacto de la piel de otros, siempre tan humano. Muchas de las cosas de nuestra cotidianidad saldrán de esta situación siendo muy diferentes a como lo eran cuando entramos en ella. No quiero hacer de profeta, esa forma infalible de equivocarse, pero, sin mirar al futuro, fijándome en lo que pasa ahora, ya, en este momento, creo que jamás hemos tenido una conciencia más nítida de que no estamos hechos para vivir así. La especie humana no tolera algunas de las obligaciones que de pronto se nos han vuelto habituales. No está hecha para encerrarse. No vive pendiente de poner distancia como norma.

Por eso conviene más que nunca estar atentos a lo que importa. Tal cosa no durará para siempre, pero ahora mismo todavía tengo la suerte de aunar la doble condición de padre e hijo. He visto hace nada, solo unos pocos días, a mi hijo pendiente de la retahíla que le recitaba su abuela. Es fácil y, si me lo permiten, les explico el procedimiento, el método de la abuela: primero se agarra el dedo meñique y se dobla hacia adentro, «este puso un huevo»; después, el anular, haciendo lo mismo, «este lo frio»; le sigue el dedo corazón, «esto le echó la sal»; el índice, «este lo cató»; y, por último, el pulgar, «y el más gordito de todos… ¡Se lo comió, se lo comió, se lo comió!». Confieso que me resulta divertido, cuando veo esa imagen, para mí familiar en todos los sentidos de la palabra, pensar en la furia con la que Rousseau arremetía contra las fábulas y Montessori contra la fantasía. Seguramente mi hijo, en ese momento, debería estar confundido: ¿cómo es posible que un dedo ponga un huevo? ¿Y que se lo coma? ¡Nada de eso se sujeta a los hechos que su mente infantil debería demandar! Mas lo cierto es que mi hijo, confundido o no, ríe con ganas. Y lo cierto es que eso importa. Su abuela, que es casi analfabeta, ni siquiera es consciente del regalo que le está haciendo: le está dando la palabra; le está enseñando a interactuar y a respetar los turnos; le inculca que somos lo que recibimos. Le está, diría yo, abriendo el mundo al tiempo que repliega sus deditos. Los humanos también somos eso y veo cómo mi pequeño lo aprende: si recibimos afecto, lo damos; si nos invitan al juego, aceptamos la invitación; si cuando llegamos al mundo se nos da una bienvenida llena de cuidados y bienestar, tendremos ya una deuda que siempre desearemos saldar, amén de un legado que dejar a los demás, aun cuando nada poseamos.

No crean que les cuento esto por afán de soltar jeremiada alguna. Una vida emocionalmente satisfactoria se empieza a construir en los primeros años. Simplemente es así. Si la moneda no nos cae de cara, algún día seremos adultos quebrados. Todo empieza en un intercambio. Lo sabía bien Gianni Rodari, cuando escribió el libro más fecundo que imaginarse pueda sobre las maneras de articular la fantasía, mientras se desmarcaba de la pretensión de hacer una Fantástica como los preceptores una Poética. En su célebre Gramática de la fantasía, Rodari decía no hacer otra cosa que limitarse a recoger «una reelaboración de las conversaciones de Reggio Emilia» (2020: 8), ciudad a la que fue invitado por el Ayuntamiento, durante los días 6 a 10 de marzo de 1972, para compartir con una cincuentena de maestros de infantil –son sus palabras– «todos mis secretos del oficio» (2020: 7). Fuera de eso, él mismo confesaba no saber cómo definir su libro, pero tampoco le hizo falta para escribir uno de esos párrafos archicitados suyos, por lo demás con todo merecimiento:

Yo solo espero que este librito pueda ser igualmente útil a quien cree en la creatividad infantil, a quien conoce el gran valor de liberación que posee la palabra. «Todos los usos de la palabra para todos» me parece un buen lema, con un bonito toque democrático. No porque todo el mundo sea artista, sino para que nadie sea esclavo (2020: 8).

Son palabras difíciles de olvidar. Cuando observo a mi madre jugando con mi hijo, cantándole la retahíla, pienso en lo que significa la cultura de quienes no poseen cultura. Y no, no es un error la preposición: insisto, pienso en lo que significa la cultura de quienes no tienen cultura, no para quienes no tienen cultura. Alguien en Escocia o Inglaterra, a finales del siglo XVIII, leía Robinson Crusoe, novela que ya mencioné el otro día, en una versión de entre treinta y cuarenta páginas. Los libros no eran baratos en ese momento y seguramente esa persona no tiene dinero para una versión íntegra, pero da igual. Las versiones chapbook ahorran costes imprimiendo directamente el primer párrafo en la portada y aprovechando para ilustrarla con una xilografía desgastada que va de libro en libro y de tinta en tinta hasta que no da más de sí. No se necesitan lujosas cubiertas ni más papel que el de un pliego para imprimir un libro. De hecho, no se necesitan cubiertas, y además la versión chapbook comprende mejor la suerte de su lector de lo que jamás hubiera podido hacerlo Daniel Defoe. Quien adapta sin firmar la trama no solo la abrevia más, mucho más incluso de lo que recomendaba hacerlo Rousseau, sino que encima le ha visto el truco enseguida. En ella, Robinson también prospera y pasa el resto de sus días rodeado de todas las comodidades imaginables, pero no a causa de su devoción por el trabajo o su tenacidad a la hora de domeñar los elementos y llevar consigo la civilización como quien lleva un sombrero, sino porque descubre un tesoro inesperado o le cae en suerte una herencia fastuosa. Es la mentalidad de la lotería o, si prefieren verlo así, la sospecha de que el sistema tiene truco.

Más importante que despreciar aquello que, por un motivo u otro, no nos estaba destinado es saber apropiárselo, como lo es guardar lo que atesoramos para cuando podamos donárselo a otros. Hay una norma en ello. Hay una ética. Lo pienso cuando mi madre libera las palabras que heredó de niña en las manos de mi hijo.

La narradora de todos los cuentos

Vuelvo, aunque no lo parezca, al tema del cuidado. En 1697, Charles Perrault publicó sus Historias o cuentos del tiempo pasado con sus moralejas, un corpus de historias recogidas de la tradición oral que probablemente no tenía más propósito que el de aleccionar a las señoritas que frecuentaban los salones de Versalles, a los que él era asiduo, contra los lobos que son lobos aunque se disfracen de corderos. Siempre fue un libro inesperado: en la querella entre los antiguos y los modernos, Perrault estaba de parte de los modernos; y ni su modo de vida ni su gusto literario andaban cerca siquiera de las tradiciones populares. De hecho, Perrault es el prototipo perfecto de la burguesía acomodada del momento: jurista, persona con un buen pasar económico y fiel súbdito, partidario de la política cultural autoritaria de Colbert en la corte de Luis XIV. Cuando recopila, adapta y publica su serie de cuentos de la tradición, no es ningún jovenzuelo: está al borde de cumplir los setenta años, ha llevado una vida sin excesivos contratiempos y no tiene nada ya que demostrar. Si acaso, lo que siente es la vergüenza de quien forma parte de la élite, pues, como se sabe, nunca firma su libro más recordado, escudándose tras el nombre de su tercer hijo, Pierre Darmancour, quien por cierto fue acusado ese mismo año de homicidio, en un episodio de lo más turbio. Aquel mundo no era este: con 19 años, edad que Pierre tenía exactamente en ese momento, el joven era bastante más propenso al manejo de la espada que al cultivo de la pluma.

Hay algo que, de seguro, padre e hijo tuvieron en común, y fue el hecho de haber pasado ambos su primera infancia, como era la costumbre en los hogares acomodados, al cuidado de un ama de cría. El frontispicio de los Cuentos o historias del tiempo pasado es famoso en ese sentido: muestra a un grupo de niños, ataviados al modo burgués, que escuchan entregados las historias que les cuenta un ama de cría mientras hila junto al fuego. En la pared de fondo de la habitación, se lee el siguiente cartel: «Cuentos de mi Madre la Oca». Y así, como Cuentos de la Mamá Oca, se conocieron y se conocen los cuentos de Perrault todavía hoy, más incluso que por su propio título. Quizá con estos datos se entienda mejor la actitud de Perrault: lo menos esperable en un hombre de su posición hubiera sido que saltase de pronto a la palestra con un libro de «cuentos de viejas». En el prólogo, firmado como digo por Pierre Darmancour, aunque sin duda escrito por Perrault, se descarga de responsabilidad diciendo que al fin y al cabo Apuleyo había hecho lo mismo en su día, esto es, recoger «historias de comadres». Pero ni esta pátina de clasicismo le alcanza para evitar (al contrario) que la cosa deje de sonar a excusa de mal pagador.

Lo que de seguro no podía ni intuir Perrault es que el símbolo que aparecía en su frontispicio iba a tener más recorrido por delante que su propia obra. A finales de los años 80, una editorial británica le hizo el encargo a la escritora Angela Carter –famosa por sus historias góticas y por su habilidad para remozar los elementos de la narración tradicional en ellas– de recopilar una serie de cuentos de hadas a lo largo y ancho del mundo. El libro vio la luz en 1991, un año antes de la muerte de Carter, y tuvo tal éxito que casi desde su publicación se le conoce, no con el título de Cuentos de hadas, sin más, sino con el de Cuentos de hadas de Angela Carter. Hay una particularidad que distingue a esta recopilación de las muchas otras de corte similar que se habían llevado a cabo hasta aquel momento: los textos que se recogen tienen todos personajes femeninos. Carter no usa esto con el pretexto, como tiende a hacerse en la actualidad, de pintar mujeres extraordinarias, aunque silenciadas. Sus protagonistas no son súper-heroínas ni tienen por qué ser figuras insignes, sino que se insertan en un friso mucho más heterogéneo: las hay valientes y bondadosas, por supuesto, pero también malvadas, mezquinas, cobardes, insolentes y miserables. Las hay dichosas y las hay desgraciadas, como en la vida misma. El valor no está, ni mucho menos, en algo tan pobre como ofrecer un prototipo u otorgarle a un personaje la responsabilidad de representar, sin fisuras, una identidad. Carter sabe que el expolio ha estado en otra parte, por lo que en la introducción a la obra escribe lo siguiente de sus historias: «Son cuentos de marujas (es decir, historias sin ningún valor, falsedad, chismorreo banal); una etiqueta denigrante que asigna a las mujeres el arte de contar cuentos exactamente al tiempo que lo despoja de su valor» (2016: 19-20).

Pero ese arte tiene valor. Y el mero hecho de que Carter se tomase en serio el esfuerzo de recogerlo y publicarlo ya era una declaración de intenciones, un homenaje a ese prototipo de la narradora de la que provienen todos los cuentos, a la Mamá Oca. La primera historia de la serie, un breve cuento inuit titulado «Sermerssuaq», constituye toda una declaración de intenciones:

Sermerssuaq tenía tanta fuerza que podía levantar un kayak con la punta de tres dedos. Dándole apenas unos golpecitos en la cabeza con los puños, podía matar una foca. Era capaz de destrozarles las tripas a un zorro o a una liebre. Una vez, le echó un pulso a Qasordlanguaq y le ganó con tal facilidad que dijo:
–La pobre Qasordlanguaq no habría podido ganarle un pulso ni a un piojo de su propia cabeza.
A la mayor parte de los hombres les ganaba y luego les decía:
–¿Dónde os habíais metido cuando se repartieron los testículos?
A veces Sermerssuaq enseñaba su clítoris muy orgullosa. Era tan grande que la piel de un zorro no llegaba a cubrirlo del todo. ¡Aja, que también era madre de nueve niños! (Carter, 2016: 35)

Hace mucho que sabemos que esa vieja cotilla, esa comadre que cuenta historias junto al fuego mientras hila, es la más sabia de la casa y también la más fuerte, pero no hace tanto que le reconocemos esos méritos.

Generaciones de mujeres han sido educadas en la idea de que su destino en la vida era cuidar, aunque quizá en el tiempo verbal me he extralimitado, porque tal cosa sigue sucediendo. Resulta que provengo de una familia bastante matriarcal y que, quizá por ello, establezco a menudo sin pensarlo una asociación entre la fortaleza y los cuidados. Mi abuela materna era más dura que un roble, y ejercía sobre el resto de la familia una autoridad ante la que no había resistencia posible, pero jamás fue una déspota. Los únicos vínculos que he tenido la suerte de tener con un tipo de cultura oral que ya no existe se los debo a ella, pero es necesario recordar algunas cosas: ese legado de los cuidados, ese hacerse fuerte haciéndonos fuertes mutuamente, que es de lo que se trata, no es una herencia genética, sino cultural. En ningún caso es una carga que le corresponda llevar a la mitad de la población del planeta, sino una fortaleza compartida. Como la historia no puede cambiarse, me tocó aprenderlo de las mujeres de mi familia. Y lo escribo aquí porque no quiero olvidarlo. Lo escribo para que mi hijo algún día también pueda aprenderlo de su padre.

Cuando Montessori condenaba los cuentos estaba haciendo lo que ella misma denominaba «pedagogía científica». No volveré sobre el tema, pero hay asuntos primordiales en los que prefiero poner un poco de orden haciendo –la expresión es intencionada– la «cuenta de la vieja». Han de disculparme si no sé decirles exactamente qué le debo a la pedagogía científica. A la Mamá Oca, la contadora de todas las historias, sin duda mucho más de lo que nunca podré devolverle.

Entre mundos

Se habla mucho del fascismo estos días. Y no quisiera por nada del mundo meterme en camisa de once varas, pero a veces dudo mucho que la mayoría de nosotros hayamos tenido una experiencia siquiera cercana al fascismo. O, mejor dicho, una experiencia cotidiana del fascismo. Al menos, cuando creo que la hemos tenido, pienso en el siguiente episodio: un joven vuelve a casa tras salir de la escuela secundaria; por el camino, un grupo de camisas negras, más o menos de su misma edad, lo increpan para que se aparte mientras desfilan; el joven, asustado, se echa a un lado de la calle, pero es curioso por naturaleza y no puede evitar seguir a la alborotada comitiva; lo que verá a continuación será el primer episodio de muchos por el estilo: el grupo paramilitar lanza un piano de cola desde el balcón de un primer piso; el piano se hace leña contra el suelo; la leña será el combustible con el que ardan los libros que los improvisados justicieros arrojen también desde el balcón. Horrorizado, desconcertado, el joven se refugia en una tienda cercana y le pregunta al dueño por lo que está ocurriendo: la biblioteca que están quemando en plena calle las juventudes de Mussolini es la de un abogado judío. El joven intuye que se aproximan malos tiempos, pues su padre reúne una doble y desgraciada condición: es judío, holandés de origen sefardí para más señas, y por lo tanto es también extranjero, emigrado desde Ámsterdam a Estados Unidos y luego desde Estados Unidos a Génova. Él mismo, el joven, ha seguido idéntico itinerario; él mismo es judío y extranjero. Ese año, su profesor de la secundaria le hará repetir curso por no realizar el saludo fascista a su entrada en clase. El joven se ampara precisamente en que su condición de foráneo lo exime.

Pero a pesar de todo, prosperará. Andando el tiempo, se casará con Nora Maffi, hija menor de Fabrizio Maffi, uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano. Intuyendo el desastre de la Segunda Guerra Mundial, huirá a Estados Unidos, donde hará una buena carrera como publicista. Será querido y apreciado en la profesión hasta el punto de llevar a uno de sus jefes, republicano y conservador de pro, a tomar en secreto la decisión de ignorar una carta remitida a la empresa por el Comité de Actividades Antiamericanas, en la que se solicitan el despido y la muerte civil de su empleado, afín a la izquierda. El jefe nunca le contará esa fea historia, que solo transcenderá años más tarde, cuando ya no haya peligro. Nuestro joven tendrá hijos. Tendrá una vida feliz que culminará con su regreso a Europa, cuando decida pasar sus últimas décadas en la Toscana, con alguna que otra visita a Andalucía, donde los gitanos de Morón de la Frontera le habrán de explicar lo que es el duende en el flamenco. Tendrá incluso dos nietos, Pippo y Ann, antes de haber cumplido los cincuenta años.

Con ellos viajaría en tren desde Greenwich hasta Connecticut un buen día de 1959. El viaje dura aproximadamente dos horas y los críos aún son pequeños. Todo el mundo sabe que ningún niño aguanta dos horas de tren sin armar algo de jaleo. El joven abuelo tiene ingenio, por suerte, y se las arregla para mantenerlos entretenidos. De una revista que tiene a mano arranca dos pedacitos de papel: uno es azul; el otro, amarillo. Cuenta la historia de cómo el pequeño amarillo se pierde un día, y de cómo el pequeño azul lo abraza al encontrarlo. De pura alegría, los dos se vuelven verdes al abrazarse. Cuando regresa a casa, los padres de ambos se asustan. Esos no son sus hijos. Sus hijos tienen otro color, pero al verse rechazados los pequeños lloran, se deshacen en lágrimas azules y amarillas hasta recuperar su color. Los padres, cuando se dan cuenta de lo que ha pasado, se abrazan con alivio. Todos se vuelven verdes. Todos son de un color y otro.

Les acabo de contar la historia de cómo Leo Lionni se convirtió en autor de libros para niños rondando los cincuenta años, de cómo concibió la idea de lo que luego fue Pequeño Azul y Pequeño Amarillo, un álbum clásico donde los haya. Para muchos cinéfilos, entre los que me incluyo, la historia es una sucesión de hitos con títulos de películas. En ese sentido, 1959 no fue cualquier año: Ben-Hur ganaba once Oscars de la Academia, cosa nunca lograda antes por ninguna producción de Hollywood; a la sombra quedaba otra película memorable, que no ha hecho sino ganar actualidad desde entonces, como lo es Con faldas y a lo loco, de Willy Wilder (Some Like it Hot en su título original). Ambas nos cuentan mucho de su tiempo, aunque cada una a su manera. La historia de Judá Ben-Hur, esa especie de Edmond Dantés «de los tiempos del Cristo», como apostillaba el subtítulo de la novela de Lewis Wallace en la que se basa la película, representa un mundo antiguo fastuoso, en technicolor. La famosa carrera de cuadrigas coreografiada por el especialista Yakima Canutt ofrecía un espectáculo nunca visto hasta el momento en una pantalla de cine. De hecho, está diseñado a posta para ser visto en una pantalla de cine, porque la televisión ya por aquel entonces comenzaba a ser una seria competencia. He ahí un símbolo: en cada casa, un aparato de televisión. En toda la nación, una clase media triunfante con nuevos hábitos de consumo. El cine, por su parte, tenía que ofrecer algo que fuera mucho más allá de la comodidad del hogar. Por eso Ben-Hur es, en cierto modo, el resultado de una sociedad orgullosa de su desarrollo, si bien en el horizonte hay nubes: el propio Charlton Heston, pese a su deriva ideológica final, era por aquel entonces una de las cabezas visibles en la lucha por los derechos civiles; el KuKluxKlan está en su enésimo resurgimiento; y las leyes raciales siguen vigentes. Son tiempos de cuestionamiento de la identidad, de empezar a pensar que nada es lo que parece, y en Con faldas y a lo loco, un Jack Lemon con vestido de mujer, peluca y los labios pintados huye de la mafia en una lancha con su prometido, al que le espeta un áspero «¡Soy un hombre!». La respuesta, ya saben: «Bueno, nadie es perfecto».

Son tiempos en los que la mirada limpia de Leo Lionni nos recuerda que azul + amarillo = verde, y que eso no es malo. El autor holandés, que de joven había expuesto por invitación del filofascista Marinetti, que siempre anduvo detrás de un éxito como pintor que no acabó de llegarle, pese a contar con el respeto y la admiración del gremio, encuentra en los libros para niños un cauce para su humanismo. Nadarín (Simmy, 1963), su tercer álbum, y como la mayoría de los suyos una fábula, cuenta la historia de un pez pequeño y perdido que se convierte, asociándose con otros peces, en el ojo del gran pez que todos conforman juntos nadando en banco. Solo así, con la unión de fuerzas, pueden mantener a raya al pez grande que amenaza con comérselos. En su conmovedora autobiografía, Between Worlds (1997), Lionni establece la norma de su poética a partir de esta obra:

I found myself digging deeper and deeper into the memories of my childhood, and I learned to distinguish within myself that which was peculiar to my own feelings and experience and that which was universal to children everywhere. I became ever more conscious of the problems children face and the importance of the messages we send to them. It is often said –and I think somewhat too easily– that to write for children you must be the child, but the opposite is true. In writing for children you must step away and look at the child from the perspective of an adult. (Lionni, 1997: 234)

Entiendo que esto pueda parecerle decepcionante a mucha gente. Al fin y al cabo, la tradición de desprecio de la fantasía esgrime como principal motivo la reconstrucción y el estudio detallado de una mente infantil de la que la supone excluida.

Solo que, una vez más, hay que matizar: los niños no ocupan posiciones de poder; los adultos, sí. Nos guste o no, los niños están fuera del círculo que delimita las decisiones públicas, lo que para el caso que nos interesa ahora quiere decir que nos corresponde a nosotros, a los adultos, decidir qué hacer con la fantasía. No estoy defendiendo que esta sea una situación deseable, pues no me lo parece, sino describiendo un estado de cosas ante el cual me posiciono. Por ello, llevo algunos años dedicando buena parte de mis esfuerzos a facilitar foros, espacios, puntos de encuentro, en definitiva, en los que los adultos podamos hablar también de temas como los que hemos discutido en esta serie de conferencias. No es fácil, pero me parece fundamental hacerlo.

Hay una amarga cuestión que no podemos eludir, por más que queramos: nuestras vidas son finitas. El problema quizá resida en que la competición en la que nos sitúan las economías basadas en la idea de crecimiento sí tiene ya apariencia de infinita y como tal la vivimos. Está ahí cuando venimos al mundo, nos entregamos a ella en el transcurso de nuestros días y acabamos albergando como una suerte de certeza que proseguirá cuando ya no estemos. No juzgo esto, ni digo que sea bueno o malo. Sí animo, en cambio, a buscar resquicios en los que no desgastarse en cosas inútiles. La fantasía ayuda a eso. Lejos de ser improductiva, nos ofrece una ética del cuestionamiento, unas herramientas eficaces para esgrimir las tres razones que vimos en la conferencia anterior a esta. En Frederick (1967), mi álbum favorito de Leo Lionni, se invierte la lógica quasi calvinista de la fábula de la cigarra y la hormiga. Una hacendosa familia de ratones de campo se da a la tarea de proveerse de víveres para pasar el invierno. Lo hacen todos excepto uno, Frederick, quien, mientras los demás acarrean cosas arriba y abajo, se dedica a memorizar los colores, las luces, lo que de agradable tiene la vida, en suma. En el invierno, los víveres y la leña llega un punto en que se acaban, y solo la recreación que haga del calor y la luz del verano el poeta Frederick aportará algo de consuelo a los demás. Cuando, antes de ese momento, el resto de ratones lo acusen de no hacer nada, el ratoncito poeta se mostrará muy seguro en su réplica: «Yo trabajo», dirá. Hay toda una ética en ella.

Y, si no les importa, me ahorraré hoy las conclusiones de esta tercera sesión, porque nada de lo que les diga yo a partir de ahora podrá superar esa respuesta del pequeño poeta roedor, cuya existencia, por suerte o por desgracia, es para mí más persistente que la de mis propios vecinos. Muchas gracias.

Bibliografía

Carter, Angela (2016). Cuentos de hadas de Angela Carter. Madrid: Impedimenta.

Lionni, Leo (1997). Between Wolrds. The Autobiography of Leo Lionni. New York: Alfred A. Knopf.

Rodari, Gianni (2020). Gramática de la fantasía. Introducción al arte de contar historias. Pontevedra: Kalandraka.

Sylva III. Breve ética de la fantasía by Juan García Única is licensed under Attribution-NonCommercial 4.0 International